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Queronque, a 30 años: en el andén de la muerte

Se cumple otro aniversario del accidente ferroviario más letal de la historia de Chile. Testimonio que marcó a fuego a toda una generación en nuestro país.
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Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valparaíso

El punzante cercado de alambre queda atrás. Internados sobre la ardiente planicie, asoma un cartucho de escopeta. A lo lejos en la llanura, ecos de ladridos. Al fondo hacia la izquierda, torres de alta tensión. También la nueva línea del metro de Merval, una quebrada y bajo ella, el ahora riel imaginario… ese carril maldito que condujo a dos convoyes -en el corazón de la hoy provincia del Marga Marga- al infierno en una curva.

Pestañeo, almas arrancadas de lo que les queda de epidermis y un escenario que ni Dante podría describir en sus dantescas obras. De aquella masa retorcida de metal y sangre ya pasaron, nada menos, que tres décadas...

Para 58 personas (según la lista oficial de fallecidos) el frenazo a sus vidas se produjo a cuatro kilómetros de la estación de Limache. Otros 510 humanos -porque a veces el destino hace creer otra cosa-, en principio, sobrevivieron con heridas de diversa consideración. El reloj embutido en la piel de algunos pasajeros marcaba las 19.45 horas. De aquel lunes 17 de febrero de 1986, el luto ya esparcía cenizas de Queronque al mundo.

Esa noche y la madrugada del 18 fue para valientes. Los hospitales de la zona (Limache, Peñablanca, Quillota -ocho bolsas para cadáveres en su morgue-, Viña del Mar, Valparaíso e incluso Santiago), colapsaron. Los transportes terrestres y aéreos, iban y venían: personal de la Base Aeronaval de El Belloto, Bomberos y Carabineros y el equipo de Ferrocarriles del Estado hacían lo que podían a su alcance.

Solo a las siete de la mañana, con el primer haz de luz, se desnudaría lo peor: la tragedia ferroviaria más grande ocurrida en nuestra historia patria. Minutos después, el personal especializado en las faenas de rescate lograba, al fin, separar a ambos trenes.

Cables y atentado

Rebobinando al año del estallido del transbordador Challenger, el desastre nuclear en Chernobyl, Argentina y Maradona campeones del mundo en fútbol, Pinochet escapando a los lanzacohetes en el Cajón del Maipo y el paso del cometa Halley, 1986 fue un año movido, tanto como esas desbocadas locomotoras que en la previa festivalera de Viña se vieron de frente por última vez en las cercanías del puente de Queronque (entre Peñabanca y Limache).

Allí, un tren expreso AES-16 acoplado con el AES-4 (formación total de cuatro coches) que viajaba desde la ciudad de Valparaíso hacia la Estación Mapocho de Santiago (servicio nº705), chocó de frente con el automotor AES-9 Los Andes-Puerto (servicio nº602), que iba con sus dos vagones. Ambos transportaban ¡a mil personas!

Para que se haga una idea del impacto, el AES-9 se incrustó cinco metros en el otro, triturando a los pasajeros instalados en los asientos delanteros de ambas máquinas. El caos.

Desde un principio, la tragedia estuvo envuelta en un velo de confusión. Los peritajes no fueron del todo concluyentes. El día del accidente existía una sola vía férrea para la circulación de los trenes que corrían en ambos sentidos: el puente de Queronque -cercano al hecho- estaba en reparaciones a consecuencia de un atentado terrorista perpetrado por el MIR, meses antes.

Por si fuera poco, los temporales de 1985, el sistema de señalización eléctrico en mal estado (cuya data era de 1928) y los robos a los cables de cobre, fueron detonantes.

El dedo acusador de la ley se inclinó sobre cuatro funcionarios de Ferrocarriles. Su defensa alegó que los trabajadores realizaban la labor de coordinación en precarias condiciones. Cuento corto: se suspendió el servicio de trenes Santiago-Valparaíso. Hasta la fecha.

Voces del suceso

Hoy, en el lugar del accidente, entre arbustos y secas hierbas, lugareños corroboran a las animitas, alguna austera gruta y la agria remembranza en seres que se vieron tocados por el acontecimiento.

Uno de esos es René Zamora, como sindican en el restorante La Tía Tere, una 'picá' a cargo de la señora Rosa. "Ese choque fue horrible. Todos lo ubican a él como el primero en llegar", asegura Rosa con un menú en la mano.

Al "Negro" Zamora, como lo conocen por acá en Queronque -donde el sol de febrero parece asfixiarlo todo- a sus aceitunados 77 años, aquellos alicaídos ojos transparentan emotividad. Visualizan al pasado. "Fui solo. El primero en llegar al choque, ya que aún vivo muy cerca", narra mientras deja de lado su labor de jardinero a un costado de la carretera.

"Yo estaba en las faenas por el puente construyendo las bases donde los terroristas detonaron las bombas. A eso de las 19:30 o un poco más me pregunté: '¿Por qué viene un tren andino antes que el expreso?' Luego, siento un feroz ruido, humo y una avioneta", continúa el "Negro" Zamora, cuyo rostro sirve como zona de aterrizaje para necias moscas.

Ahora hay sangre en su mirada. "Salí rápido. Escuché la gritadera por auxilio. Forcejee como loco contra las puertas. No sabía a qué persona, o lo que quedaba de ella, favorecer. Vi muertos, mutilados, charcos de sangre, heridos. En eso otro se suma a la ayuda, creo que un capitán de bombero. Luego otra mano amiga. ¡Era terrible!", expone.

Precisamente otro de los primeros en llegar esa tarde para el socorro fue Carlos Ibacache Bernal, hoy director de la Primera Compañía de Bomberos de Villa Alemana, con 45 años de experiencia. A sus 64 años, la vida parece coquetearle desde siempre con la muerte. "Cuando niño viví cerca de la explosión en Avenida Brasil. También los grandes siniestros en la región. La única cosa que le pedí a mi esposa antes de casarnos fue no dejar mi bomba", comparte.

Ya sumergido en la memoria, cuenta: "Ha sido la experiencia más fuerte de mi vida, a pesar que tengo una coraza. Estaba de vacaciones. Salí a la Compañía y me hice cargo del tema. Al llegar, una imagen me impactó: el pie de una niñita de ocho años. En ese entonces yo tenía a dos hijas de la edad de la afectada. Fue aterrador".

Y sigue: "Impresionante ver a un vagón montado sobre otro. Muchos bomberos se quebraron. Había que sacar los cadáveres. Las instituciones allí no se ponían de acuerdo y ya eran las 11 de la noche. Tuve que liderar junto a un coronel. De 30 colaboradores, ninguno atinaba".

Carlos Rodríguez, dirigente sindical, ese día era el encargado de cortar los boletos. Gracias a que se encontraba en el último vagón, sobrevivió. Su experiencia, de dolor y pena, la ha exteriorizado en medios como un calmante. "Me dieron por fallecido. Puedo asegurar que he renacido desde esa fecha".

En blanco y negro

Abrir lo que hay tras el telón oscuro, donde el pasado recobra vigencia.

Y allí, en el departamento de archivo digital del periódico más antiguo de habla hispana, los negros y macizos tomos guardados por siglos encuadernan aquellas páginas que hacen saltar los ojos de las órbitas. Relatos, como la desgracia de Queronque, producen escalofríos. Quedar en trance… con el sueño de la muerte.

Titulares del terror se sucedieron por una semana (entre los accidentados hubo una japonesa). "De una familia de 12 personas, sobrevivieron siete". "Salvó muchas vidas, ahora perderá una mano". "Es ella. Está ahí, muerta".

Volvemos a la pista. A la distancia, el hombre inspira respeto. Sentado sobre un plácido banco a metros de la vía que parece brotar lava, José Vidal lleva toda su existencia anclado a este querido poblado campestre. Su dominio.

-Están cerca, -alienta.

-¿Entonces el camino es correcto? -cae la consulta.

-Ya no hay camino. Solo potreros y terrenos particulares.

Don José, agrega: "Mi hermano se salvó de tomar el tren. Sentí la explosión. Vi el humo. Fuimos al lugar: una carnicería. Miramos impotentes".

Para la mayoría de los involucrados, no hay escape a estos recuerdos. Ya son tres décadas, y las locomotoras de aquel infierno, siguen esparciendo, como cada 17 de febrero, cenizas de dolor en la mente y sentimiento de aquellos marcados por la tragedia -a no olvidar- de Queronque.