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Maggie Lay, en el tráiler Timoteo con la última vedette chilena

Lashowomanrevisteril, el último mito de la bohemia criolla, se desboca en anécdotas en un subidón -y bajón- anímico por su casi medio siglo de espectáculo. Acompáñenos desde el trampolín de su vida, y la última parada en el circo.
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Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valparaíso

En el centenario de la Guerra del Pacífico, había que tirar la casa por la ventana. Celebrarlo como la noche y las pistolas mandan. Para ello, una invitada especial. De salón. La guinda de la torta. La única capaz de restregarle sus vistosas plumas por la cara al mismísimo general Pinochet. ¡Con ustedes, Maggie Lay!

Tal vez seducido por sus histriónicos talentos sensuales, Augusto Pinochet no dudó en cumplir con los suyos: la mandó a llamar para un show -con Pedro Mesone- delante de su plana mayor. "Fue la única vez que lo vi…", reconoce.

Hubo un tiempo de mujeres espléndidas, de fantasía, en las cuales los hombres imaginaban que estaban puestas todas las recompensas de la vida.

La señora que hoy está delante de mí al interior de su propio tráiler en el circo Timoteo -actúa solo fines de semana-, no es más que la mujer más deseada de los años '70 y '80. La "diva de las revistas" y páginas sociales, junto a la Tocco, Maripepa Nieto y Kim Marcel, su amiga.

Ahora, detrás del telón y al fondo de la gran carpa en aquel tierral del estero viñamarino, la tenuidad del rayo de luz se filtra por la diminuta puerta donde una letra inicial a base de pintura da cuenta de su glorioso nombre artístico.

Y allí asoma, aquella sonrisa de quien cerrara al Bim Bam Bum a paso de can-can. Damas y caballeros, ser vedette es un apostolado. Así lo entiende Magdalena Irene Haysanglay Wangnet, su nombre real. Dice que tiene los colores del arco iris sobre su todavía tersa piel (la misma que tiene estampada cuatro tatuajes). Eso, en parte, gracias a la herencia genética de su padre Víctor (hijo de chino con francesa) y madre, aún de 90 años y lúcida, de ascendencia polaco-alemán.

La mayor de cuatro hermanos nació en calle República, Santiago, al seno de una familia despierta para los cánones de la época. Pero fue su abuelo polaco quien la estimuló a los bailes arriba de las mesas. Magdalena reconoce que siempre fue inquieta.

Su adolescencia en los '60 la pasó en la Villa Olímpica, al pie del San Cristóbal. Sus pasos los inició al ballet con la Yolanda Montecinos. Ya a los 17 años, salió del Colegio Las Franciscanas Misioneras de María, donde las monjas eran "más liberales" y supo de votos de pobreza. "Eran la raja. Me apapacharon, aun cuando me portaba mal: fui casquivana de cepa", evoca.

Tras dos años de estudios en Enfermería en la Universidad Católica, en un cumpleaños en la top Taberna Capri, se "robó" la fiesta. Los dueños se encandilaron y le propusieron show y paga. Magdalena lo consultó con su madre. "'Yo la traigo', dijo mami. ¿Cuánta plata hay?", comparte.

Chao estudios, bienvenida farándula. A mediados de los setenta, con el gorrión de Conchalí Zalo Reyes a la voz de Los Capa Blanca y un púber subido al chorro Palta Meléndez, "cuándo me va'i a soltar lo tuyo", la ahora Maggie Lay -apodo- laburaba en locales que la llevaban en la bohemia capitalina. "Trabajábamos a puertas cerradas. Había toque de queda. Los milicos llegaban y decían: 'Los que quieren se van y los que no, se quedan. ¡Todo el mundo se quedaba!".

Aunque no se crea, este puede ser un oficio de alto riesgo: mientras más arriba llegas, más peligro corres. Maggie Lay: "Nunca he sido promiscua", desliza, mientras exhala un fresco aliento a michelada, su bebida favorita.

Ritmo de la noche

Para 1976-1977, como una rock star, las giras por el país eran a tablero vuelto. Cuando estuvo en Valparaíso ancló directo al American Bar. También al Hollywood y a un hotel llamado Lancaster donde se alojaba junto a la Fresia Soto. Dejaban la grande. "¡Puras maravillas!", enuncia.

Una bomba total que dejó boquiabiertos y a punto del colapso cardiaco a los del Bim Ban Bum. El tipo de hembra de las que se acercan vampiros del colmillo largo. Como sus amantes, cuenta. De esos del bolsillo… ídem largo.

En La Serena, un empresario con pinta de galán a lo Alain Delon se le plantó. Llevó botellas de champaña y flores a su camerino. A "papito" Aravena, director y mánager de Maggie Lay, este playboy lo tenía loco. Pero la seducción dio pasó a las argollas.

"Era tan lindo, y me cagó también: el mánager de la Myriam Hernández me quería llevar a grabar a Estados Unidos. Me dijo: 'Tienes una voz preciosa'. Y él, Álex, mi marido, no me dejó", rememora en bajón.

De frente, sus aún destellos carnales dejan al descubierto aquel pasado donde no cuesta imaginarla como juguete sensual de Calígula o cortesana de los Borgia o candente pin-up de Casanovas u objeto fetiche de los con botas durante el apagón cultural.

No es miedosa. Cuando clava sus felinos ojos almendrados, la atención es toda suya. Leves arrugas inyectan profundidad a esa mirada estirada ("me he hecho algún retoque"). De cerca, todavía queda parte de aquel rostro digno de princesa de cuentos de Hans Christian Andersen, pero con labios carnosos, anatomía candente y la pimienta de una Josèphine Baker, que justifican el por qué tuvo de cabeza, literalmente, al Chile bohemio.

Maggie Lay se levanta. No pone misterios a enseñar su cuerpo mimetizado entre coloridos plumíferos de faisán -valentía que se agradece-. Ella hace lo que su personaje requiera. Ella sabe, y lo avala con picardía, que parece una diva caída del Monte de Venus.

En estos momentos, la bailarina afirma tener un maravilloso compañero con ventaja. "No te puedo decir el nombre, porque es famoso. Es un gran empresario. La pasamos chancho: le cocino, me quiere y deja ser", suspira ida.

La vanidad tiene muchas caras. Para algunos, no es fácil vivir con este cascarón llamado cuerpo. La voz lozana y actitud prendida de Maggie contrasta con su estatus de bisabuela. Tiene dos hijos: Víctor Jaime, de 37, que posee una amasandería, y Victoria, de 25, "casada con un millonario que mueve los aceites en los Mercedes Benz", indica.

Pese a que de su blondo capilar esplenden algunas canas como las vetas de una mina, lo cierto, es que ella representa menos edad de la que incluso insinúa tener. "Sesenta" le parece un número más coqueto, redondo. Se la ve airosa. Radiante. De tonificada musculatura. "Hago mis ejercicios y uso mi crema Lechuga de siempre", consigna.

El cuarto en el tráiler es diminuto. Apenas cabe una cama, la mesita tipo velador con su set de maquillaje y algunas prendas íntimas. En este punto vuelve a hablar de sí misma en tercera persona. De vuelta al pasado: "Maggie Lay vino a dar un respiro. A refrescar el ambiente. La Yamal, mi comadre, con su pelo negro, una chúcara".

¡Voy y vuelvo!

Para fines de los ochenta, y con su galán marido en las estrellas, se lanza al charco de la aventura. Dice que llegó a Europa cerca de sus cuarenta. Un día, en Barcelona, necesitaban personal para un trasatlántico. Se presentó, de coyote. Sus mezclas al licor en la barra como bartender fueron furor. Lo mismo la contagiosa alegría. De allí, al escenario naviero por el Mediterráneo. Tres años. Gringos al bolsillo. Plata, luces y un alemán que se prendó de sus atributos latinos. "Soy una caja de sorpresas...", acota.

Ya en tierra, bajó a las Canarias: allá forjó su nidito de amor con el germano dueño de un periódico: "El olor a piel es tan importante. Lo quise porque tenía aroma a pollito mojado". Pero un buen día, el tipo se viró en España. Maggie Lay no pudo más: lo buscó por la madre patria, también en la tierra de Ángela Merkel, pero al final terminó encerrada en un siquiátrico, "en calidad de loca". De paso, incendió aquel bungalow. De amor a odio.

Tras un paso por Francia para ver a su hermano, recaló en Inglaterra. En Oxford, vio como los faisanes cambiaban de pluma… eso hizo click y la conexión. Cambio de siglo. Cambio de folio. De retorno en Chile, la exdiva revistera volvió por fueros.

Sentada sobre su estirada cama, frunce el ceño, mientras afuera algunos juguetones perros y artistas circenses del Timoteo echan vistazo. Ahora entrecierra sus brillantes ojos y musita: "Cuando llegué acá me fui de una al norte, donde un amigo croata: al Paradise, tremendo negocio". También en el casino de Arica, San Pedro y el Luxer en Tacna.

De allí agarró un segundo aire: la tele, en el programa de "Pe a Pa", "con el colorín", y juguetes nuevos, una Harley Davinson. A cilindradas llegó a Bolivia, junto a un "amigo". En Santa Cruz brindó espectáculos. Llenó la noche.

Su vida es un tobogán. Así, "el castillo", como llama a su casa, lo tenía botado en pleno centro de Santiago. Allí, okupas lo habitaban. Maggie Lay es de armas tomar: reclutó a sus "yuntas" antorcheros para prenderle llama a su propia vivienda. "Los huevones empezaron a tirar sus cosas a la calle y salieron apretando raja", suelta con estruendosa risotada.

Estar cerca de la perfección exige sacrificio y a veces pequeños embustes. "Yo nunca me he operado, todo natural. No me he inyectado nada, solamente me saco pedacitos de piel", confiesa.

Al día, dice tener su casita propia, su auto, con el cual durante la semana las hace de colectivera en una ruta que cubre del paradero 1 en la Gran Avenida hasta el 39, en San Bernardo. "Algunos me dicen que sea concejal, pero no soy mentirosa". Que es de la clase trabajadora y está feliz. "Soy una mujer realizada", define la artista que en su juventud protagonizó un osado espectáculo en la cárcel castreña.

Es tarde. La función espera. Y Maggie Lay, la última vedette, se luce.

Bim Bam Bum

Maggie Lay dispara: "Hicieron una película, era tan mentirosa. Nunca nos acosaron. Hubo arbitrariedades. Al Carrera no lo conocí. Sí al Perilla, era un caballero, me pagó harta plata y una tremenda bolsa de coca, que probé -no es lo mío-: hay que probar de todo en este mundo".

"En una regresión, me dijeron que en mi otra vida fui un homosexual. Y yo a ellos los adoro. ¡Pero a mí me gustan machos!""