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Juan Olivares, el guardián del "partido fantasma" en Moscú

Del mito en cancha entre Unión Soviética y Chile, han pasado casi 44 años. Histórico: por su contexto político, Guerra Fría y una Roja a la aventura incierta. Y allí, el pequeño gigante portero héroe... símbolo de Wanderers y Santa Inés.
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Guillermo Ávila Nieves

Alexis Sánchez mide 1.69 metro, exactamente lo mismo que Lio Messi. Gary Medel 1.71. Pero no son porteros. Quien sí lo era, apenas superaba por tres centímetros al "niño maravilla" y a la "pulga biónica". Y por uno, uno, al "Pitbull".

Una máxima en el fútbol asegura que para ser arquero se debe medir sobre el metro ochenta. Y eso era en los años ochenta. Para los tiempos que corren, Claudio Bravo ("el mejor en su puesto", de acuerdo al entrevistado), con su 1.85, es considerado de estatura normal.

Juan Segundo Olivares Marambio, hoy como de adolescente, mide 1.72 y pesa 73 kilos, no los casi 80 que le hizo bajar su mentor, el DT verde José Pérez, a sus 17 primaveras en entrenamientos a lo Rocky, y por cuenta propia, a punta de saltos de troncos y corridas por la meseta Gallo (Granadilla). Eso cuando don José, ese entrenador campeón con el Decano versión 1958, lo descubrió en el club Estrella Naciente y la Selección de Viña, un año después.

Olivares tiene la actitud de los tipos altos. Su portento, como uno de los grandes porteros de la historia futbolística chilena, pese a su tamaño ("la raza chilena es baja, pues", asevera) se basaba en esa ubicación geométrica bajo los tres palos: era parte integral de la portería. Su extensión natural que complementaba con "valentía", acuña.

Amable, está sentado, con nosotros, mientras termina de servir un café en el living de su ampliada casa, dentro de un terreno que adquirió en 1965 cuando ya estaba consolidado en Santiago Wanderers, club de sus amores y "al cual le agradezco todo", lo reitera una y otra vez Olivares, en el barrio que lo vio nacer: Santa Inés, cuna de 59 futbolistas profesionales de la Ciudad Jardín para Chile.

De cerca, las arrugas y líneas de expresión en su cara no denotan la edad de "Juanito", como cariñosamente lo apodan: 76 años, bien cuidados. Lúcido y con memoria de elefante. Como cuando evoca su niñez, esa que lo vio pichanguear a la vuelta de donde estamos, en el patio de la escuela 130, la misma donde estudió otro grande la zona, Armando Tobar. La misma que vio terminar el sexto preparatorio de don Juan para luego poner el hombro a la venta de helados, carreta y el lavado de los caballos que utilizaba su padre para despachar frutas, verduras y leche en el Mercado de Viña del Mar.

Tan sólo ahora, "de viejo", sufre presión alta. "Por mucho que uno se cuide, algo pasa". Es viudo. Dos veces, pero usa argolla. Tiene cuatro hijos, "todos profesionales". Y vive sólo junto a una perrita llamada pulguita que lo acompaña cuando se estira, como lo hacía hasta donde las arañas tejen, para sacar limones y naranjas de su patio, cuya generosa panorámica a Viña y Valparaíso le invita a jardinear. Su pasatiempo.

A corta distancia, bajo una inseparable boina, asoman heridas de guerras: tiene todos sus dedos de las manos fracturados. Como el meñique izquierdo que evidencia doble fractura, de cuando René Meléndez -del Everton campeón 50' y 52', el mismo que lo deslumbraba en sus años de pasapelotas o arriba de los pinos en el estadio El Tranque- le dio una chuleta por hacer tiempo. No es todo, una cicatriz de 18 puntos bajo su ojo derecho y la nariz doblada, son parte del carnicero pasado futbolero.

Cuenta que hace poco vendió su auto. No ve mucho fútbol, pero trabaja en lo que más ama: preparando niños en la escuela de fútbol de Santiago Wanderers, aquella donde ha sacado colegas, como técnico en arquero que es -curso acreditado en 1996 tras fracasar como empresario microbusero- a Mauricio Viana, Rodrigo Naranjo y Gabriel Castellón, "por nombrar algunos".

La Roja en el Lenin

Para los que ya peinan canas, ver jugar a Juanito Olivares era un acto de magia. De serenidad en un puesto de nervios. Transmitía la emoción poética que comunican quienes dialogan con el balón.

Era dedicado para entrenar. Que se sepa, nunca protagonizó escena de escándalo en antros. Salvo algún juego de pool o puchitos a escondidas con su yunta de asado, el gran Francisco "Chamaco" Valdés.

En estos tiempos en que muchos futbolista jóvenes viven alineados al dinero y egos -"no soporto a Jarita; Medel debe controlarse"-, Olivares recuerda que siempre fue humilde. Y buen compañero. Lo suyo dentro y fuera de la cancha era liderar más en silencio, con el ejemplo.

Ahora se pone en alto. Reclina el torso, levanta la vista, gira cadera y hace como que saca de sobre pique -su especialidad- el balón para dejársela servida a los pies de algún delantero suyo. Como trató de hacer con Carlos Caszeli...

Tal como aquella vez, hace casi 44 años, cuando Juanito escuchó el pitazo final, alzó panorámica y bebió de gloria deportiva al dejar a su arco en cero. Y con ello, enmudecer, para luego recibir los aplausos a la gesta, del imponente estadio Lenin con más de 20 mil almas en el témpano de Moscú. Y que aún no se olvida: el llamado "partido fantasma". Aquel que nadie vio porque no registra imágenes por un asunto de estado soviético.

Lo opuesto a lo que ocurre hoy con la bienvenida Selección Chilena como protagonista de su primera Copa Confederaciones, precisamente en un territorio que marca la vuelta de la Roja a Rusia, antes URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas).

Partido que en retrospectiva, a la interna del equipo y que Olivares asevera, temían sufrir atentado o algún mal rato. Un plantel que dejaba a sus familias en medio de un Chile convulsionado tras el Golpe Militar de 1973.

Juanito enciende su nueva pasión: la tecnología. Abre notebook. Postales familiares. Vuelta a la historia en archivos.

Sólo habían pasado 15 días de aquel 11 de septiembre, y el plantel en busca de la clasificación para la Copa del Mundo de Alemania Federal 1974 en un match definitorio de ida y vuelta, arribaba al aeropuerto Benítez. Fue el primer vuelo, con 27 pasajeros a bordo -cuerpo técnico, jugadores y dirigentes- en salir de Santiago tras la intervención militar, rememora Juan Olivares.

En su maleta, aparte de pocas pertenencias, cargaban la incertidumbre. Y una expedición hacia Moscú, de miedo: Buenos Aires, Brasil, México, Nueva York, Francia, Suiza, Alemania, Rusia, la ruta... Iban a enfrentar a la subcampeona de Europa en ese momento, un país que no quería saber nada de "otros rojos".

Olivares está consciente de que explicar es revelar. Y eso hace: "Al llegar, en una gélida madrugada, ninguna autoridad nos recibió, sólo un intérprete". Hubo problemas en dos pasaportes por parte de la policía soviética: Elías Figueroa presentaba pelo largo en su foto y un tira y afloja en su visa. Caszely con incipientes bigotes despertaba sospecha. "Tensión. Sello".

Cuenta el viñamarino esa anécdota con naturalidad. Al día siguiente, trasnochados y entumidos luego de dormir con pocas frazadas, sin calefacción y con "peludas" botones rusas en el hotel, dice Juanito, conocieron el Kremlin, el ballet del Lago de los Cisnes y la Plaza Roja, ajenos a todo lo que sucedía en ese momento a 17 mil kilómetros de distancia, en un Chile convulsionado.

Hasta que llegaron al miércoles 26 de septiembre de 1973. La noche bajo cero del "partido fantasma". Olivares recuerda aquella avalancha de pifias cuando entonaron el himno chileno. También evoca la estrategia del DT, Luis "Zorro" Álamos: "Nueve jugadores al lado mío, y Caszely al corner".

Sólo pasaron una vez la mitad de cancha. El bloque defensivo chileno -con Figueroa y Quintano- se las apañó a lo grande para contener a dos gigantes en ofensiva, entre esos el temido Oleg Blokhin. Olivares agrega: "A Juan Machuca lo sobrepasaban por su costado. Le gritaba. No me escuchaba: ¡era sordo!".

Primer tiempo y Juanito que salía a los achiques a lo Hugo Gatti, su ídolo. Segundo tiempo y Juanito que contenía las embestidas rusas. En el último minuto, se lanza como felino -"yo no era de tirarme para la foto"- para tapar un balón a quemarropa. "Si el ruso le hubiese pegado con todo…". Tiempo y fuera. Cero a cero y los pasajes para Alemania 74. Quedaba la vuelta, pero a ésa los soviéticos no iban a venir.

El árbitro era brasilero. Se llamaba Armando Márquez, anti comunista, teatral y de buena onda con Don Elías que jugaba en el país de la samba. Esa noche, Juan Olivares, junto a su banda, como hoy llama el 'Rey' Arturo Vida a sus escuderos de La Roja, se desbandó. Ahora encumbra su 1.72. "Terminamos todos junto al árbitro tomando vodka en el hotel. Celebramos hasta tarde. ¡Jamás lo olvidaré!".