Hoy más que nunca, la educación debe entenderse como un proceso integral que abarca no solo lo académico, sino también lo deportivo, lo artístico y, en esencia, la construcción emocional y sensorial del ser humano. En una época donde la inteligencia artificial redefine los límites del conocimiento, es vital recordar que aprender no es únicamente acumular datos: es vivir, sentir, interpretar y construir sentido en comunidad.
La integralidad del ser humano en la educación implica reconocer que no somos solo razón o lógica. Somos cuerpo en movimiento, somos sensibilidad estética, somos emociones que nos atraviesan y sentidos que nos conectan con el mundo. Por eso, vincular la formación académica con el deporte y el arte no es un adorno, sino una necesidad para formar seres humanos plenos. La ciencia más rigurosa necesita del asombro, el deporte enseña sobre el esfuerzo y la resiliencia y el arte abre caminos hacia la creatividad y la empatía. Cada una de estas áreas toca fibras distintas que, en conjunto, moldean nuestro modo de estar en el mundo.
En este proceso, los sentidos y las emociones juegan un rol fundamental en la construcción del conocimiento. No aprendemos solo con la mente: aprendemos con todo el cuerpo. Una melodía que conmueve, una escultura que invita a tocar con la mirada, un partido que enciende la pasión del juego limpio, son formas de aprendizaje tan profundas como un teorema matemático o un ensayo filosófico. Ignorar esta dimensión es reducir la experiencia humana a una mera operación técnica, algo que, en tiempos de inteligencia artificial, sería un grave error.
En este contexto, el estudio y la construcción de la cultura local cobran una importancia estratégica, especialmente en territorios como Chiloé. Este archipiélago, con su historia de navegación, de mitologías vivas, de arquitectura orgánica y de tradiciones comunitarias, es un ejemplo de resistencia cultural frente a la homogeneización global. Frente a una inteligencia artificial que tiende a estandarizar discursos y conocimientos, la cultura de Chiloé representa un anclaje vital a formas de vida profundamente humanas, enraizadas en la relación íntima con la naturaleza y el entorno.
Educar en Chiloé -y sobre Chiloé- no es un acto folclórico: es un gesto político y poético. Es afirmar que el conocimiento nace de la experiencia vivida, que las emociones y los sentidos son fuente legítima de saber y que la cultura local es una forma de inteligencia colectiva que merece ser cultivada, reinterpretada y proyectada al futuro.
En suma, necesitamos una educación que abrace la complejidad del ser humano, que nutra cuerpo, mente y espíritu, que respete los sentidos y las emociones como puertas hacia el conocimiento y que valore las culturas locales como brújulas éticas en tiempos de algoritmos globales. Solo así podremos enfrentar los desafíos del presente sin perder aquello que nos hace verdaderamente humanos.
Columna
Pablo Baeza Soto, director ejecutivo del Servicio, Local de Educación Pública (SLEP) Chiloé