Una herida simbólica se abrió en abril en el corazón del Archipiélago: la Iglesia Nuestra Señora de Loreto, ubicada en la comuna de Quinchao -la más antigua de Chiloé y Patrimonio de la Humanidad según la Unesco- fue víctima de un acto de vandalismo. El eco de esta afrenta no tardó en hacerse sentir. No solo recorrió la provincia, sino que alcanzó otras partes del país, despertando una indignación transversal.
Y quiero pensar que esa indignación nace desde múltiples dimensiones: porque el vandalismo, bajo cualquier forma, es condenable. Porque se trata de una joya arquitectónica levantada con fe, manos campesinas y maderas nobles. Porque es Patrimonio de la Humanidad y Monumento Nacional. Porque es símbolo vivo de la religiosidad popular chilota. Porque su comunidad, su feligresía, la siente como parte de su cuerpo espiritual. Y, cómo no, porque el autor del daño proviene de Santiago, y eso cala en una memoria colectiva muchas veces herida por imposiciones ajenas a lo local.
Pero si nos permitimos detenernos y mirar con más amplitud, surge una pregunta incómoda, casi dolorosa: ¿realmente nos indigna el daño al patrimonio? ¿O solo lo que se vuelve viral? ¿Nos duele con igual fuerza ver rayada la locomotora de trocha angosta que reposa en la Plaza de los Trenes del Puerto de Castro, también declarada Monumento Nacional? ¿Nos alarma el hecho de que previamente a la Iglesia Nuestra Señora de la Gracia de Nercón la entraran a saquear por segunda vez?
¿Nos duele ver los bustos históricos de la Plaza de Armas de Castro, víctimas del abandono y del grafiti, como si su legado fuera apenas una anécdota? ¿Nos duele ver el Fuerte San Antonio o las baterías de Ancud cubiertos de basura, usados como merenderos olvidados? ¿Nos duele ver al Fuerte Tauco en Chonchi convertido en basural, como si su historia guerrera y estratégica no mereciera respeto alguno?
Todas estas heridas, dispersas y persistentes, parecen dolernos menos. Tal vez porque no circulan en redes sociales, porque no nos enfrentan con un "otro" externo. Tal vez porque son tan cotidianas que ya no conmueven. No intento aquí minimizar lo ocurrido con la iglesia achaína. Al contrario: lo condeno, lo lamento, lo denuncio. Pero también creo que es tiempo de mirar hacia adentro, con honestidad. De indignarnos con todo acto que degrade, olvide o pisotee nuestro patrimonio, venga de donde venga. Porque el patrimonio no es solo el objeto: es el relato, es la memoria, es la dignidad de un pueblo. Y si vamos a indignarnos, que sea siempre. Que sea por todo. Que sea con justicia. Que sea por amor a este archipiélago de maderas vivas, techos de tejuelas y almas centenarias. Porque cuidar el patrimonio no es solo defenderlo del forastero. Es, sobre todo, protegerlo de nuestro propio olvido.
Columna
Héctor Contador Santana, investigador autodidacta