Sabemos que ser madre no se asocia exclusivamente a la biología, porque la maternidad se va construyendo desde antes del embarazo, a partir del deseo de ser madre. Psicológicamente, ser madre se juega desde el entramado de los vínculos afectivos, cuyo tejido se va urdiendo desde la mirada hacia el recién nacido, la voz envolvente que lo sostiene, hasta los brazos que lo cuidan y acarician.
Si la madre no está presente físicamente cuando se la conmemora, porque ya ha fallecido, cabe preguntar, ¿qué huellas ha dejado en sus hijos que la recuerdan con dolor por su partida? En la medida en que se la haga presente, en que se converse sobre ella, la madre continuará habitando en el mundo familiar y en la particularidad de cada hijo o hija. ¿Cuál es, entonces, el rostro de esa madre? Recordar la historia junto a ella, anécdotas cotidianas, frases potentes que se grabaron en la memoria, quizás sólo palabras sueltas, se constituyen en genuinos tesoros para amarla desde la presencia-ausencia.
Mencionemos que hay madres que decidieron no quedarse. ¿Qué les sucedió en su trayecto? Sabemos que no desearon vivir con sus hijos. Esta ausencia, cuyo dramatismo se envuelve con juicios sociales, nos lleva a pensar que no todos los seres humanos han logrado maternar, quizás por su propia historia de vida marcada por fragilidades y quiebres. El recuerdo no es grato, aun así, favorece buscar alguna explicación acerca de su decisión, y de las marcas que quedan en los hijos.
Buscar, insistir, recordar, hablar son los únicos caminos posibles para mantener vívido el recuerdo de quien sí quiso desarrollar su maternaje amando a sus hijos y posibilitando, aún sin saberlo, que su maternidad no sea borrada.
Columna
Miriam Pardo Fariña, académica de Psicología, Universidad Andrés Bello (UNAB) Sede Viña del Mar