Un siglo son cien años. En el siglo XIX, voces como Antonio Bórquez Solar, Humberto Bórquez Solar, Pedro J. Barrientos Díaz, los hermanos Cavada y Abraham Silva Molina alzaron la palabra escrita para narrar el Chiloé que les tocó vivir y el de antaño. Cada uno, desde su mirada y estilo, dejó testimonio de un archipiélago aún inmerso en la tradición colonial, en los rezos de la misión circular, en las rutas a remo y la oralidad como matriz cultural. Esos escritores no solo escribieron libros: construyeron un puente de papel y memoria hacia el siglo XX.
Ya en el nuevo siglo, esa posta fue recogida por nombres como Francisco Coloane, Narciso García, Nicasio Tangol y Rubén Azócar, Duncan Gilsrich. Ellos contaron el Chiloé que comenzaba a mirar hacia fuera, el de las migraciones, la modernización forzada y las primeras dudas sobre el costo de integrarse al continente. Más adelante, tras el quiebre democrático del país, la voz de Chiloé se volvió más lírica, más íntima, más combativa. Emergió entonces la poesía como herramienta de resistencia y reencuentro: José Santos Lincomán, Mario Contreras, Rosabetty Muñoz, Aristóteles España, Sergio Mansilla, Nelson Torres, Carlos Trujillo... Todos ellos tejieron con sus versos un relato más introspectivo, más plural, más insurgente. Fue la etapa donde la palabra dejó de ser solo crónica y se volvió también denuncia.
Pero la historia, que a veces se duerme, debía ser sacudida de su letargo. Fue entonces cuando surgieron nuevas voces que no quisieron dejarla atrás: Renato Cárdenas, los hermanos Montiel, los hermanos Mancilla, entre otros, incluyendo también a escritores venidos de fuera, que con respeto y admiración quisieron ser parte de esta geografía literaria insular. Todos ellos entendieron que escribir sobre Chiloé no era solo describirlo, sino vivirlo, aprenderlo, asumirlo como una identidad y no solo como una postal.
Y llegamos ahora a nuestro siglo. El XXI. El nuestro.
Aquí, la palabra ha cambiado de trinchera. La posta no siempre ha sido entregada con generosidad. Muchos escritores y escritoras emergentes han sido invalidados, desestimados, silenciados. La continuidad, esa que es fundamental para toda cultura viva, se ve interrumpida por zancadillas disfrazadas de crítica y por indiferencias que duelen más que un rechazo explícito. La "invasión" de nuevos autores -jóvenes, autoeditados, digitales, mestizos en sus estilos- ha sido vista por algunos como amenaza más que como renovación. Y eso debería preocuparnos. Porque los autores del siglo XX, con su valioso legado, no estarán para siempre. Y si no se entrega la posta, si no se abre el camino, si no se respeta la diversidad de la nueva camada, el siglo XXII no tendrá herencia que cuidar ni memoria que resguardar.
Los que hoy escribimos, a veces con más golpes que abrazos, necesitamos algo más que aplausos en presentaciones o menciones en ferias: necesitamos ser validados como parte de esta historia que no empieza ni termina en nosotros, pero que sí nos necesita.
Columna
Héctor Contador Santana,, investigador autodidacta