Durante siglos, las palabras han sido más que simples sonidos: han sido armas, cadenas o estandartes. En el caso de Chiloé, su pueblo y su historia, el término "chilote" carga consigo un pasado que no siempre fue amable. Pocos saben que, originalmente, el gentilicio usado para referirse a los nacidos acá fue "chiloense" o "chiloensis", voz derivada del nombre latinoizado del Archipiélago durante el período colonial. Una designación sobria, elegante, coherente con el linaje hispánico y cultural de sus habitantes.
Pero el devenir de las guerras de Independencia, la fragmentación del imperio español y la sed de autonomía de las provincias continentales trajeron no solo armas y proclamas, sino también el germen de una rivalidad silenciosa. Chiloé, lejos de plegarse a los vientos revolucionarios, eligió la lealtad al rey. Una fidelidad que no fue simplemente política, sino espiritual, cultural e incluso geográfica: mientras en el continente ardían las banderas patriotas, en el Archipiélago se mantenía firme el estandarte real.
Y fue precisamente por eso que, desde el otro lado del canal, los "rebeldes de Chile" -como se les llamaba desde Chiloé-, comenzaron a mirar con desprecio a estos isleños monárquicos. Fue en ese contexto que surgió, como burla primero, como agravio después, el mote de "chilote". A la raíz "chilo-", simplemente se le añadió el -te, diminutivo despectivo, usado entonces para señalar a los que, desde la mirada del recién nacido Estado chileno, eran atrasados, tozudos o simplemente "españolistas".
Este apelativo, nacido del rencor y la división, se fue colando en la lengua oficial, en los mapas, en las actas, hasta que terminó por suplantar el gentilicio original. Así, el chiloense fue desplazado por el "chilote", justo en el momento histórico en que su territorio fue arrancado de su identidad colonial para ser anexado a la naciente República de Chile, un 19 de enero de 1826. No fue una integración dulce ni consensuada. Fue una incorporación forzada, ejecutada más por necesidad política que por voluntad compartida.
Desde ese momento, la herida se mantuvo abierta. El nuevo país, que exigía fidelidad y compromiso a sus ciudadanos, abandonó sin más al pueblo que recién había sometido. Chiloé quedó al margen del progreso, olvidado en los planes de desarrollo, aislado en lo geográfico y en lo simbólico. En las escuelas del Archipiélago se enseñó un relato oficial que ocultaba o negaba las raíces hispánicas, reales y criollas, que habían definido durante siglos la cultura chilota. Se sembró el olvido, y con él, la desfiguración de una memoria colectiva.
Y, sin embargo, el pueblo de Chiloé no solo resistió. Se apropió del agravio y lo transformó en identidad. Hoy, ser chilote no es sinónimo de servilismo ni de atraso: es ser parte de una cultura milenaria donde conviven lo indígena y lo hispánico, lo sagrado y lo popular, lo insular y lo universal. El chilote es el cantor de las mareas, el carpintero de ribera, la matrona de la minga, el abuelito que cuenta historias de brujos al lado del fogón. El chilote es, en esencia, un resistente cultural, capaz de tomar la palabra que un día lo quiso humillar y volverla motivo de orgullo.
Columna
Héctor Contador Santana,, investigador autodidacta